Me topé con los peces de la amargura

Son las cuatro y diez. Mi maleta ha pasado por el escáner del andén de Chamartín y estoy sentado, absorto con la columna de Millás mientras el tren, lenta y suavemente se pone en marcha. Alterno la lectura del diario con frecuentes y evocadoras miradas a través de la ventana. No hay nada más nostálgico que la ventana de un vagón de tren. Saliendo de Valladolid me decidí a abrir el libro que me había traído al viaje convencido por una reseña a cargo de Arturo Pérez Reverte que, al parecer, había quedado profundamente impresionado por su lectura.

El primer relato de "Los Peces de la Amargura" ya estremece: ese aitá que vuelca en sus peces su desazón, su desesperación, y su tristeza. Triste. Termino de leerlo y contemplo por un rato, de nuevo, el paisaje. Pero apenas me fijo en él. Las imágenes que vienen a mi mente no son precisamente las del pacífico campo que tengo ante mis ojos.

Tomo aire y prosigo mi lectura. Y me meto en esa historia de la Toñi, esa gallega que un día se casó, tuvo tres hijos y se fue a vivir a Guipúzcoa. Esa mujer valiente que en seguida se quedó sola después de que una vecina la espetara que se fueran ella y su marido "ese español de mierda". Esa mujer corajuda que decidió quedarse una vez que ellos cumplieron su amenaza. Esa mujer que no pudo resistir que también amenazaran a sus hijos y tuvo que volver a su Galicia natal para no regresar jamás.

A estas alturas, conmovido e impresionado, comienzo a perder la noción del trayecto y prosigo leyendo más relatos. Cuando el tren llega a Vitoria-Gasteiz ya estoy profundamente emocionado, tocado, indignado, cabreado y maravillado por la forma tan simple, tan directa y tan perfecta en que todo está escrito. Creo que, a esas alturas, Zubillaga, ese enemigo del pueblo, se había suicidado ya.

Cerré el libro poco antes de llegar a San Sebastián y salí de la estación con la mirada y la mente perdidas. Pensaba en que este libro debería ser lectura obligada en los colegios de toda España. Para que la gente sepa de verdad lo que supone vivir en esa maravillosa tierra en la situación actual.

Mientras daba la vuelta al edificio del Victoria Eugenia me preguntaba en que parte exacta había sido asesinado el padre de Santi. Paseando por las calles, miraba hacia los edificios y me preguntaba cuántos de sus inquilinos serían como ellos. Me cruzaba con la gente y me preguntaba cuáles de ellos estarían amenazados, cuáles de ellos amenazarían a otros, cuáles de ellos vivirían como si nada fuera real, como si vivieran en otro mundo, como si esa fuera la única forma de sobrevivir. Inmerso en la paranoia transcurría el fin de semana y nada parecía suceder. Fui a ver a la Real, a mi Real. Paseé por la Concha. Me topé con la manifestación contra la Alta Velocidad Vasca. Salí de pintxos, a cenar y nada parecía suceder. Con las copas de la segunda noche comenzó a diluirse la paranoia hasta que decidí retirarme al hotel a eso de las cinco de la mañana. Y entonces la paranoia dejó de ser tal y se hizo real:

“Español, españoooooooooool” me gritaban esos tres chavales mientras yo intentaba fingir que no escuchaba y mantenía el paso.
“Español, españoooooooooooool” seguían espetando.

Sin saber muy bien cómo reaccionar, decidí que era mejor seguir ignorándolos así que continué caminando a mi ritmo sin hacer caso hasta que ellos siguieron su camino y se marcharon.

Llegué a mi hotel con una extraña sensación en el cuerpo. ¿Había pasado miedo? Sí y no. Ciertamente, por su atuendo, no lo inspiraban pues era completamente normal; no tenían ese aspecto típico abertzale. Por otro lado, eran tres y nunca sabes cómo va a reaccionar esa gente. Por último, confiaba en mi velocidad y calculo que estaban a una cierta distancia y no creo que hubieran podido cogerme.

En todo caso, al margen de ese odio irracional a lo español, racismos al margen, me pregunto qué les hizo pensar de mi que soy diferente de ellos, qué les lleva a pensar que el que se cruza es un signo u otro, de un sitio u otro. ¿Sólo la pinta? Pensé que el absurdo de su degeneración cerebral llega a extremos insospechados.

Afortunadamente, mi último día allí lo pasé entre pintxos y txacolís que me dejaron un sabor más agradable. A media tarde tomé el tren de regreso para el que no tuve que pasar la maleta por escáner alguno. Llegué a casa y continué con mi vida, como hace tanta gente con la suya en el País Vasco.




Comentarios

Liverani ha dicho que…
Es cierto: no hay nada más nostálgico que la ventana de un tren. Sobre nacionalistas se ha dicho ya todo, o casi todo. No creo que esos tres chavales lo fueran con convicción o puede que sólo fuera una pose. Aún así me impresiona cómo detectan a los que no son de allí.Se podrá decir lo que se quiera pero en Madrid a la gente no se le pregunta de dónde es.
Maria Jesus ha dicho que…
Ya había escrito otro comentario y no logré que saliera.pero me encanta lo que cuentas y como lo cuentas.me despiertas interés por ese libro.
Gonzalo Visedo ha dicho que…
en fin, qué puedo decir, ya le pasaré el tratamiento´...

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