La catártica furia de The Murder Capital sacudió la sala Copérnico de Madrid












Quizá se debiera a que el concierto coincidió con un puente largo en la capital. Tal vez a que la música internacional va perdiendo atractivo entre el público español —al menos en el ámbito alternativo—. O tal vez fue ese misterio insondable que, más allá de campañas promocionales, lleva a unas bandas a dar saltos prematuros a salas como La Riviera o el WiZink Center, mientras que otras similares se quedan relegadas a recintos menores.

Puede, por supuesto, que fuera una combinación de todos estos factores. El caso es que, sorprendentemente, la sala Copérnico no alcanzó el lleno y la impresión era que el público presente era mayoritariamente irlandés —copando las primeras filas caras conocidas de la banda en ellas— y buena parte del resto del recinto.

En cualquier caso, quedémonos con lo positivo: pudimos disfrutar de un bolo de altura en la cercanía e intimidad de una sala pequeña, y con toda la comodidad posible. La banda se entregó por completo, como siempre, y el sonido fue impecable ¿Qué más se puede pedir?

El quinteto dublinés ha publicado 3 discos de larga duración: When I Have Fears (2019), oscuro y denso; Gigi’s Recovery (2023), algo más melódico y experimental; y el más reciente, Blindness (febrero 2025). En su concierto del pasado viernes sonaron todos y de forma tan homogénea y coherente, que resultaba imposible distinguir unos de otros.

Suenan crudos, ásperos, intensos y descarnados con ese aire grave de quien lleva a cuestas la parte más trágica de la historia de un país que sabe mucho de lidiar con el sufrimiento, pero también de celebrar la vida.

De ahí el aire chulesco con el que su líder, James McGovern, sale a escena, puntual, al frente de sus compañeros: pelo corto tintado emulando la piel de un leopardo, chaqueta de chándal, falda, gafas de sol y brazos al aire retando a una audiencia ya rendida antes de que sonara la primera nota.

Apenas sonaron los primeros acordes de “The Fall”, perteneciente a ese último trabajo que tocaron casi en su totalidad —sólo la que lo cierra, “Trailing a Wing”, se quedó fuera del setlist—, las primeras filas se transformaron en un pogo guiado por un mesiánico McGovern que amagó varias veces con volver a arrojarse a los brazos del respetable.

Pero no lo hizo. Se limitó a dejarse la piel sobre el escenario mientras nosotros nos preguntamos, maravillados, cómo es posible que su voz aguante semejante esfuerzo sin quebrar. Porque McGovern canta hasta expulsar su alma y no la esconde en el mar de guitarras y arreglos que sus compañeros ejecutan con la destreza propia de una veteranía que una banda tan joven no ha alcanzado aún.

Expone sus cuerdas vocales con la misma intensidad en temas de arranque lento y explosión final, como “Born into the Fight” o “Heart in the hole”, un single fuera de carta. También lo hace en momentos de respiro, como la festiva “A distant life” y la atmosférica “The stars will leave their stage”, una de las pocas concesiones a su disco anterior, Gigi’s Recovery.

Y, por supuesto, en ese combo de su obra seminal: “Slowdance I” y “Slowdance II”. En ellas, Damien Tuit y Cathal Roper brillan con sus guitarras, alejados de alharacas y recursos fáciles, apoyados por una sección rítmica de primer orden: el bajo de Gabriel Paschal es rotundo y la precisión quirúrgica de Diarmuid Brennan, difícil de igualar en el circuito independiente.

Todo sonaba con precisión y una cadencia de metrónomo. Algo que no sorprende a los que tuvimos la suerte de verlos en la sala Nazca hace un par de años y ya entonces constatamos su capacidad innata para llevar el ritmo de sus conciertos con la maestría y soltura de artistas con muchas más giras a sus espaldas.

Aunque parecieron alcanzar el cénit con la excelsa “Can’t pretend to know”, todavía nos dejaron dos temas doledores, “Moonshot” y “Don’t cling to life”, antes de su primera y breve despedida.


La definitiva tuvo lugar tras los 3 bises, con McGovern aferrado a una bandera palestina que había divisado entre el público, pidió y alzó con firmeza. No en vano, la recaudación de “Love of Country” —tema elegido para cerrar el repertorio— se destina a ayuda médica y humanitaria por el genocidio que asola la franja de Gaza.

Porque estos irlandeses cargan con el peso de su historia y no le pierden la vista al presente. La seriedad con la que se entregan sobre el escenario revela un enorme respeto por la vida y por un arte que hacen avanzar, impulsado por su angustia existencial y por la belleza orgánica de sus acordes distorsionados.



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