Angustia

No podía aguantar más; tenía que soltarlo.
No quería perjudicar a nadie pero llevaba mucho tiempo aguantando y el peso era excesivo. Avanzaba por la acera, cruzando de vez en cuando la mirada con algunos de los numerosos e inocentes viandantes que transitaban felices y ajenos al peligro potencial que suponía el estado en que me encontraba. Nunca he sido fuerte ni especialmente valiente pero hasta ese momento podía presumir de haber estado a la altura de todo lo que se me había exigido. Sin embargo, en esta ocasión, me sentía superado. El estómago se encogía más y más a medida que pasaba el tiempo y la angustia me invadía por completo.
Tan sólo quería llegar a casa, a un lugar donde sentirme seguro. Allí todo sería más fácil. Probablemente era todo culpa mía. Debí enfrentarme a ello un ahora antes, cuando estaba a tiempo en medio de aquella tensa reunión. Pero no tuve valor, como en tantas otras ocasiones. Mi conciencia siempre actúa de freno. Y ahora lo estaba pagando caro.
El sudor frío recorría mis sienes en sentido descendente y los nervios evitaban que pudiera ya sentir el gélido aire del invierno.
Decidí cambiar el camino que estaba siguiendo y callejear. El recorrido era algo más largo pero así podría suavizar la claustrofóbica presencia de la multitud que invade las calles en hora punta. ¿Es que nadie tiene casa? ¿Está todo el mundo en la calle hoy?
El dolor se hacía cada vez más agudo y frenaba mi paso; ya no era capaz de mantener mi cabeza erguida y tan sólo podía mirar hacia el suelo para asegurarme de que mis torpes pasos no provocaran un tropiezo que diera con mis huesos en el suelo porque entonces todo habría terminado.
Todavía recuerdo el abrigo de aquel joven que caminaba delante de mí, al mismo paso que yo. La acera era demasiado estrecha para los dos y yo no podía alterar mi ritmo por ello no entendía que él no lo hiciera. ¿Qué pretendía caminando cerca de mí? El miedo tornaba ya en pánico cuando decidió cambiar de acera y, de repente, a 100 metros de mi casa vi la luz. Miré para atrás para asegurarme de que nadie me seguía y decidí que era el momento. Respiré profundamente y quise disfrutar por un instante del momento de mi liberación. Lo hice de forma rápida y contundente. En seguida noté como la presión aflojaba liberando la parte baja de mi vientre permitiéndome volver a sentirme persona. Un pedo cívico e inocuo sin ese eco del baño de la oficina que nos hace sentir tan culpables.



Comentarios

Pablo Gonzalo ha dicho que…
Muy bueno lo del baño de oficina. Quien no se reconoce en ese momento tan especial. Muy bueno, Yago. A mi me paso algo parecido en un puente aereo mañanero a Barcelona por trabajo... Llegas al aeropuerto con el tiempo justo, no puedes depositar, al avión, el avión que no despeja. Sudores fríos, cara de panico, retorcimiento en el asiento... Y a la angustia propia del momento se une el temor a que le confundan a uno con terrorista suicida. Qué momentos.
Anónimo ha dicho que…
Bueníssimo Yago :-)
De hecho, me identifico con el relato en las últimas horas, y de que manera !
saludos

jordi

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